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Chivas Y Crónicas

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GARAVITO: La “Bestia” que mataba los niños para “hacerles un favor”

BESTIA, ANIMAL, MONSTRUO, los calificativos que LUIS ALFREDO GARAVITO se llevó a la tumba, cuando en la mañana de este jueves dejó de existir, aislado en la estrechez de una celda. Las complicaciones de un cáncer se le extendieron hasta llegarle a los ojos, postrándolo a una casi ceguera total en el final de sus días.

Es muy posible que, por cuenta de esa metástasis cancerígena, en sus últimos días de agonía GARAVITO no haya podido volver a garabatear salmos en la pared de la celda, una rutina casi obsesiva que, desde el primer día en que pisó una prisión, convirtió en su religión personal. Hacerlo, hasta cuando las autoridades carcelarias se lo permitieron, fue su desesperada manera de empezar a buscar el perdón del único ser capaz de perdonarlo en este universo: Dios.

Así, pintando de salmos las cuatro paredes amarillentas de la que sería su primera celda, lo encontré un miércoles de mediados del 2001, cuando empezaba a pagar una de las muchas condenas que lo esperaban, por las que, sobre el papel, tendría que pagar más de 1.800 años de cárcel, desde cuando fue detenido, en 1999.

Desde el momento mismo de su detención, supo que no tendría otra opción que la de confesar. Los investigadores tenían perfeccionado un mega expediente documentado, que probaba que, durante años, persiguió y cazó niños, como cazan sus presas las bestias salvajes. Con sus pequeñas presas humanas, GARAVITO alimentaba sus instintos enfermizos. Los cazaba para violarlos sexualmente. Luego, los mataba con un cuchillo que siempre cargó consigo en un curtido y desteñido maletín de cuero, cual vendedor ambulante, en el que también eran imprescindibles un pote de vaselina, cordones de zapatos y un rollo de nylon.

Ese mediodía que lo conocí, en la Cárcel de Villavicencio, la temperatura alcanzaba niveles de infierno, amangualado ese calor con una humedad penetrante, de esas humedades que menguan el estado físico, los reflejos, la capacidad de reaccionar, la motricidad, las ganas de trabajar, de hablar. Pero hablar era mi trabajo, y lograr hablar, frente a frente, con semejante personaje, era más que una obligación laboral. Era una de esas metas que cualquier reportero intenta alcanzar: la “chiva” de la entrevista con quien, en esos momentos, era considerado el asesino de niños y violador en serie con más número de víctimas a su haber. Se calcula que entre 250 y 300 menores de edad cayeron al filo de su puntiagudo cuchillo y, en algunos casos, ahorcándolos con cordón, o nylon, mientras su pesada humanidad se complacía sobre las pequeñas criaturas y se extasiaba viéndoles el horror reflejado en sus miradas.

Comparándolo con las fotografías más recientes que se dejó tomar, ya en el ocaso de su existencia, al GARAVITO de aquel mediodía lo recuerdo como un hombre corpulento, pasado de peso, cachetes colorados y grasientos, mirada resuelta, amable, de modos cordiales y respuestas bajas de tono, sin ningún atisbo de agresividad. Las gafas de lente ovalados, le daban un lejano aspecto intelectual.

Así lucía Garavito, en sus primeros meses de prisión

Lo primero que me dejó en claro, al verme parado frente suyo, en la celda, fue: “Sin cámaras, sin grabadoras”. Me desarmó de entrada, desbarató mis planes, con cuatro simples palabras que hicieron trisas mis ilusiones de pasar a la historia como el autor de la primer entrevista a “La bestia” luego de su captura. En cambio, quiso compartir conmigo algunos pasajes bíblicos, explicándome lo necesario que resultaba para él, y para cualquier pecador del mundo, dijo, el arrepentimiento de sus atrocidades para alcanzar el perdón de Dios, el único perdón que parecía importarle en esos momentos.

GARAVITO fue consciente, desde el primer día de su primera condena, que jamás obtendría la libertad y, principalmente, que nadie en este mundo, en es te país, en el Eje Cafetero donde ejecutó la mayoría de sus faenas de carnicería humana, nadie, sería capaz de perdonarlo. Nunca.

LUIS ALFREDO GARAVITO murió a los 66 años de edad, convertido en el único preso en Colombia al que ningún juez de la República se atrevería a firmarle una sentencia absolutoria, ninguna autoridad le reconocería jamás la figura de la “pena cumplida”, ni le concederían beneficios por buen comportamiento, buena conducta, estudio en prisión, o por su colaboración para esclarecer algunos de los crímenes cometidos. Crímenes respecto de los cuales la Justicia no tenía la menor idea de que hubieran sucedido.

Los nombres de muchos niños que violó y  asesinó, murieron con él, porque permanecieron engavetados en despachos judiciales, rotulados en las portadas de los expedientes como “Desaparecido”, o “N.N.”. Los fiscales y jueces dependieron en varias ocasiones de la memoria fotográfica del asesino, que, en ataques de lucidez vespertina, o por mensajes que decía recibir en los sueños, recordaba uno que otro niño que pasó por sus armas blancas.

El Eje Cafetero, específicamente Pereira y municipios cercanos de Risaralda y algunos del Quindío, fueron su “caldo de cultivo” en el que desarrolló sus instintos más bestiales y donde actuó a sus anchas, protegido por la propia miseria humana y social de la que salían sus presas: barrios marginados, invasiones, niños perdidos o abandonados por sus padres a la intemperie violenta de este mundo.

Uno de los salmos exhibidos en la pared, de su puño y letra, habla de la importancia del arrepentimiento para lograr el perdón final de Dios, ante un pecado mayúsculo como el que él sabía que había cometido. El Salmo 51, escrito por el Rey David cuando, en una misma decisión, cometió tres pecados: el adulterio, por haberse acostado con una mujer ajena, la traición a Dios y el asesinato, pues mató al esposo de su amante para quedarse con ella.

“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado… Purifícame con hisopo, y seré limpio. Lávame y seré más blanco que la nieve…” (Salmo 51)

La vida de GARAVITO terminó en una caldera de cemento bajo el sol inclemente del verano inclemente de un mes de octubre, un infierno humano llamado “Cárcel de Tramacúa”, en Valledupar. Su rostro huesudo, una calvicie apoderándose de su cabeza, los ojos como calcinados, la nariz lacerada, las cejas pobladas, la boca de labios delgados cerrada, en actitud de rebeldía, el mentón protuberante por la flaqueza obligada, la mirada ya no resuelta, más bien  perdida, fueron las secuelas que le depararon las más de dos décadas en prisión a “La bestia”, “El monstruo”.

Una de las última imágenes que de él se hicieron públicas, se conoció con ocasión a una entrevista que le concedió al conocido periodista RAFAEL POVEDA, a propósito de un libro que este reportero de noticias escribió. En traje de camisa y pantalón de dril (según el reglamento carcelario), las fotografías lo dejan ver bastante golpeado por los años y el impacto de la enfermedad terminal que lo llevó a la tumba. La debilidad, la falta de vigor y la ausencia de fuerzas, son palpables en las imágenes.

Garavito posando al lado del periodista Poveda

Por qué mataba los niños?

El entorno social en el que creció, el hogar disfuncional, el maltrato de padres, allegados, vecinos y compañeros de escuela, las humillaciones públicas, los complejos, su miopía prematura, tantas adversidades juntas, lo fueron transformando en un ser asocial, insolidario, sin dolor por el dolor ajeno. Impasible.

Pero, por qué los mataba? Por qué solamente no los violaba y les daba la oportunidad de seguir viviendo a esos niños?, le pregunté en medio de una de las explicaciones que hacía sobre su personalidad desviada y enferma. Y me dio una respuesta que, pese a lo dolorosa y no compartida, contenía una pequeña carga de lógica, esa lógica en la que se enmarca la realidad de un ser con daño mental, espiritual y sicológico. Un sicópata:

“Hombre, a mi también me violaron cuando era un niño y yo sé lo que significa crecer con ese trauma en la cabeza, entonces, lo mejor era evitarles ese sufrimiento que los acompañaría hasta por el resto de su vida, ese trauma de haber sido violados. Por eso, lo mejor era matarlos. Hacerles el favor de evitarles un trauma de por vida”.

El Chikatilo colombiano

Increíblemente, cuando fue capturado, luego de varios años que un agente del CTI de Pereira tardó en “cazar” a este  “cazador” de niños, portaba un maletín de cuero en el que guardaba una serie de elementos con los que ejecutaba sus atrocidades, los mismos que le encontraron, en un maletín similar, al tristemente célebre matón ruso ANDREI ROMÁNOVICH CHIKATILO, considerado el peor asesino en serie de la historia de la entonces Unión Soviética: un pote de vaselina, un cuchillo de doble filo, un rollo de nylon y dos cordones de zapato.

Chikatilo, “el carnicero” de Rostov

Al igual que GARAVITO, a CHIKATILO un agente de la Policía Rusa lo persiguió y detuvo, inicialmente en dos ocasiones, sin poder enviarlo a prisión, pues, increíblemente, las pruebas de ADN cruzadas con las de varias de sus víctimas, salieron negativas. Al final, en un tercer esfuerzo del mismo agente, CHIKATILO fue detenido y sentenciado, gracias a una última prueba de saliva y semen que dio positiva. En su recorrido sangriento, de casi una década, asesinó 21 niños, 14 niñas y 17 mujeres mayores de edad. Murió en prisión, tras una penosa enfermedad.

Los sicólogos determinaron que parte de sus desviaciones de personalidad y afecciones mentales, posteriores a su niñez, obedecieron a la “Enuresis”, lo que, según las publicaciones de medios científicos, provocaron que fuera humillado por su propia madre, sumado a un complejo derivado de su miopía, que le obligó a usar lentes gruesos. Sus trastornos mentales, como GARAVITO, lo convirtieron en un ser sin remordimientos, convencido de que no estaba haciéndole mal a nadie.

CHIKATILO también asesinó pensando que hacía un favor.